Ocasionalmente, nos enojamos con justa razón; sin embargo, el noventa y nueve por ciento de las veces, la razón no nos favorece. La cólera vive tras las puertas cerradas de la mayoría de nuestros hogares. Quizá no perdemos los estribos en la oficina, pero es raro que pase una semana en la cual las chispas de la vida familiar no proporcionen una buena leña para un devorador incendio de ira. Al final de un largo y duro día de trabajo, cuando levantamos el puente levadizo de nuestro castillo privado, nuestra familia tiene que vivir con quienes somos en realidad. La ira destruye la calidad de nuestras vidas personales, nuestros matrimonios y nuestra salud. Las palabras coléricas son como flechas disparadas desde el arco de un arquero: imposible hacerlas retroceder. Una vez disparadas, mientras se dirigen al blanco, no pueden recogerse, no puede deshacerse el daño que causan. Nuestras palabras airadas perforan como una navaja afilada, despedazando el corazón de su blanco.