Las pruebas de la vida llegan inesperadamente: un «examen sorpresa» —como les llamábamos en la escuela—, una noticia imprevista, una llamada inoportuna, una voz que no quisiéramos escuchar… Así empezó la prueba de Abraham, con la voz de Dios que no pudo ignorar: «—¡Abraham! —lo llamó Dios. —Sí —respondió él—, aquí estoy. —Toma a tu hijo, tu único hijo –sí, a Isaac, a quien tanto amas– y vete a la tierra de Moriah. Allí lo sacrificarás como ofrenda quemada sobre uno de los montes, uno que yo te mostraré» (Génesis 22:1-2 ntv). De esas palabras que nos dejan pasmados, sin poder reaccionar. ¿Y tus promesas Señor? ¿Y la descendencia como las estrellas? ¿Y todos los años que esperé para que por fin naciera este hijo? ¿Cambiaste de opinión?… Quizás estas preguntas surgieron en su mente, pero nunca salieron de su boca; ¡conocía muy bien a Dios! ¡Él sabía lo que hacía!, así que se ahorró sus alegatos.
