Era la víspera de la Pascua cuando Jesús había mandado a Pedro y a Juan a preparar la cena para celebrarla, y consistía en matar un cordero sin mancha y pan sin levadura. Recordemos que la Pascua significaba la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Dios envió a su ángel que habría de quitar la vida a todo hijo primogénito con el fin de persuadir a faraón de dejar ir a los israelitas. Dios instruyó a las familias hebreas para que sacrificaran un cordero sin defecto y esparcieran su sangre en el dintel de la puerta de sus casas, como señal de protección para que el ángel de Dios pasara de largo por aquella casa. De allí viene el nombre de Pascua, que quiere decir «pasar de largo». La pascua se institucionalizó para celebrar con agradecimiento aquella tarde cuando Israel dejó Egipto a toda prisa. Esa ocasión en que Jesús celebraba con sus discípulos la llamada «última cena» era la celebración de la Pascua. Esto no fue ninguna coincidencia. Dios de esta manera nos estaba confirmando que Jesús era el Mesías, ese Cordero sin defecto cuya sangre derramada en la cruz nos haría libres del pecado y de la muerte. Y esto de una vez y para siempre.
