La pareja estaba sentada en la mesa de la cocina mirando fijamente el cheque de quince mil dólares. El silencio era un descanso. En la última media hora se habían sucedido doce rondas de puñetazos verbales. Ella lo culpó por la idea. —¡Tenías que decir que ibas a dar todo el dinero! Él le contestó bruscamente: —Pero, ¿quién habría pensado que ese mugriento pedazo de tierra valdría tanto? Ananías no se esperaba conseguir quince mil dólares. Diez mil como mucho. Y ocho mil como mínimo. Pero, ¿quince mil dólares por una parcela sin explotar de cuatro mil metros al lado de una carretera secundaria al sur de Jerusalén? Había heredado la propiedad de su tío Ernie, que había dejado esta nota con el testamento: «No dejes escapar esta tierra, Andy. Nunca se sabe. Si la carretera se amplía de uno a cuatro carriles, será tu jubilación». Hubiera sido mejor para ellos que lo hubieran hecho y punto, dando el dinero y manteniendo la boca cerrada. No necesitaban dárselo a nadie. Pero Ananías tenía tendencia a hablar más de la cuenta.
