Nací en una familia cristiana; mis padres me dieron el alimento espiritual de la misma forma en que me daban el biberón. Me enseñaron a amar a Jesús y seguir sus enseñanzas, a orar y leer la Biblia. Así, crecí siempre con las palabras de sabiduría de mi papá que me iluminaban el camino y a quien acudía cuando tenía un problema. Cuando quería escuchar la voz de Dios, era sencillo: buscaba a papá. Sin embargo, repentinamente el Señor decidió llevárselo a su presencia (demasiado pronto, a mi parecer), y me quedé desorientada, como quien quiere navegar por internet sin red, pues se fue la señal. Se acabó la comunicación celestial. Claro que tenía mi Biblia, pero yo solo la veía como un libro lleno de historias, las cuales, por cierto, me sabía casi todas… ¿para qué leerlas otra vez? Un día, durante un mensaje en una iglesia, noté que una imagen muy clara apareció en mi mente durante varios minutos: un cofre dorado y resplandeciente. Entonces la persona que compartía el mensaje empezó a leer Isaías 45:3: «Te daré los tesoros ocultos, y las riquezas de los lugares secretos, para que sepas que soy yo, el Señor Dios de Israel, el que te llama por tu nombre». Cuando terminó de leer este pasaje, el cofre que aparecía en mi mente se abrió y empezaron a salir destellos de luz y muchísimo resplandor…
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